Menos acceso a la educación, peores empleos,
salarios más bajos, dificultades para acceder a los órganos de representación
desde donde podrían cambiar las cosas, altas tasas de violencia. La desigualdad
entre hombres y mujeres es una realidad en todo el mundo. En Irak, Suráfrica,
México, Argentina, Estados Unidos o España, las mujeres luchan por romper la
brecha que las separa de los hombres. Lo hacen a distintos ritmos.
Empezando por el vientre materno: nacer siendo
mujer es más complicado en China o India por los abortos selectivos. Derechos
básicos como la salud materno infantil todavía no se han conseguido en muchos
países, como en Haití, donde superar un embarazo o ser madre todavía es un
logro. En todo el mundo, la violencia se ceba con las mujeres: en Suráfrica
solo el 10% de las ciudadanas no ha sufrido nunca una agresión, en España, 49
mujeres fueron asesinadas por sus parejas o exparejas en 2012.
En la mayoría de los
Estados en vías de desarrollo las niñas lo tienen mucho peor que sus hermanos
para ir a la escuela —66 millones de chicas no reciben la enseñanza que podría
transformar sus vidas, según datos de Plan Internacional—. En los hogares más
pobres, si alguien tiene que dejar la escuela para dejar en casa lo hacen antes
las niñas, por lo que las tasas de alfabetización aún son más bajas en las
mujeres —en Perú, por ejemplo es siete puntos menor—.
En aquellos países más avanzados en materia de
igualdad la discriminación de género pervive. Las mujeres perciben menos
salario por un trabajo de igual valor. Y cuando llega la hora de ver reconocida
su tarea se dan de cabeza con el techo de cristal. En Europa, ellas apenas
ocupan el 14% de los sillones en los consejos de administración de las empresas
que cotizan en Bolsa, con grandes diferencias entre el 27% de Finlandia, el 11%
de España o el 3% de Malta.
Son más vulnerables entre
los más vulnerables, y como tal los desequilibrios se ceban en ellas. Como los
derivados de la crisis, que, como en España, Portugal o Grecia, las está
despojando de los logros que tanto trabajo costó lograr.
María R. Sahuquillo. EL PAÍS
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