Le costó entender que no. Que había muchas historias
similares a la suya. En un año, de 2011 a 2012, los procesos judiciales por
violencia machista en adolescentes se han incrementado un 30%. Han pasado de
473 a 632, según la Memoria de la Fiscalía General del Estado de 2013. Son los
primeros datos claros y tangibles de este delito en menores —antes de esas
fechas se recogían como violencia intrafamiliar—. Aunque los expertos avisan de
que la cifra es solo una migaja de realidad, la que llega a los tribunales.
Muchas familias no denuncian lo que les ocurre a las chicas. Otras no llegan a
identificar la situación de maltrato.
Como A., de 14 años, que hace diez días fue asesinada
a puñaladas por su exnovio, de 18 años, en su casa de Tàrrega (Cataluña). Ni la
adolescente ni su familia habían denunciado al joven que terminó con su vida.
La chica, que había roto con él hacía dos semanas, es la víctima mortal más
joven de la violencia de género de este año, en el que los asesinos machistas
han segado la vida de 39 mujeres. Desde que se empezaron a contabilizar las
víctimas mortales del sexismo, en 2004, se han registrado dos casos en menores.
El de A. y el de Almudena, que murió hace justo un año en El Salobral
(Albacete) asesinada a tiros por el hombre de 40 con el que mantuvo una
relación.
Son dos muestras extremas. Pero psicólogos, educadores
y juristas resaltan que se están detectando, y produciendo, comportamientos y
agresiones machistas a edades cada vez más tempranas. “En los jóvenes se
reproducen roles que creíamos superados. Patrones en los que el chico es el
dominante y ejerce esa dominación a través del control, y la chica adopta una
actitud sumisa o complaciente”, describe Susana Martínez, presidenta de la
Comisión de Estudio de Malos Tratos a Mujeres. Muchas de esas relaciones siguen
basándose en el esquema tradicional del amor romántico en el que el hombre es
fuerte y la mujer débil, dependiente, necesitada de protección. “Como en el
cuento de la princesa que necesita que el príncipe la salve. Esas pautas,
llevadas al extremo, pueden derivar en conductas violentas; pero aunque no
lleguen a ello, esas relaciones están impidiendo que las chicas se desarrollen
como agentes activos de la sociedad”, apunta Ana Bella Hernández, que preside
una fundación de mujeres supervivientes a la violencia de género que lleva su
nombre.
Alicia se adentró en ese cuento de princesas cuando
tenía 14 años y empezó a salir con su primer novio, de 16. Recuerda que se sentía
enamorada hasta el tuétano y que, aunque casi desde el principio él tenía
enormes arrebatos de celos no lo vio mal. “Me sentía incluso halagada. Lo
tomaba como si fuera mi caballero andante que estaba celoso porque me quería
mucho”, cuenta. Esta joven rubia, de ojos ambarinos y gesto risueño prefiere no
dar su nombre real. Cuenta que por aquel entonces su vida era él. Se escapaba
de casa para verle, faltaba a clase. Con las semanas y los meses esos arrebatos
de celos que acababan en discusiones e insultos dieron paso a los empujones,
los escupitajos. También a la violencia sexual, muchas veces invisible en las
estadísticas o en los estudios.
Estuvieron juntos hasta que ella cumplió 19. Ahora
tiene 24. “Los episodios de violencia se sucedían. Pero ocurría, él me pedía
perdón y yo le disculpaba... Incluso me llegaba a sentir culpable por haberle
provocado, por haber hecho que se alterara de esa forma... Yo le amaba... O al
menos eso creía”, cuenta Alicia. Una noche, a la salida de una discoteca, él le
dio una paliza. La emprendió a patadas con la chica, le rompió una pierna y le
provocó una lesión en el cuello. “Una amiga me llevó al hospital, me
escayolaron y me tuvieron que poner un collarín”, relata. Cuando llegó a casa y
le contó a su madre la verdad, la mujer sufrió una conmoción. No sabía nada.
La espiral de violencia había ido
devorando a Alicia, poco a poco, sin que se diera cuenta. El entorno social y
los propios jóvenes aún justifican determinadas actitudes sexistas. Como que
los celos son una expresión del amor. Una afirmación con la que están de
acuerdo el 33,5% de los chicos y el 29,3% de las menores. O que para tener una
buena relación de pareja es deseable que la mujer evite llevar la contraria al
hombre, como piensan el 12,2% de ellos y el 5,8% de ellas, según un estudio de
2010 sobre violencia de género en adolescentes encargado por el anterior
Gobierno socialista.
Ese documento, elaborado por investigadores de la Universidad
Complutense se podrá comparar con el estudio que publicará en las próximas
semanas el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. El nuevo
informe, que se basa en las conclusiones de las entrevistas a 8.000 jóvenes, y
que aún está en proceso de análisis, confirma que los adolescentes inician las
relaciones sentimentales cada vez antes —la edad media está en 13 años— y que
son muy permeables a los estereotipos machistas que ven en casa, pero también a
través del cine, la televisión, la música, la literatura...
Esos noviazgos tempranos no tienen por qué ser
nocivos, explica Virginia Sánchez, profesora de Psicología Evolutiva de la
Universidad de Sevilla. Tampoco conducir a situaciones violentas. Es positivo
que los menores amplíen sus relaciones afectivas a través de esos vínculos,
cree. Siempre y cuando la relación sea equilibrada en edad y basada en el
respeto. Sin embargo, reconoce Sánchez, las relaciones entre los menores son
cada vez más agresivas. “Hay mucha violencia verbal mutua que, si no se ataja,
puede derivar en comportamientos más graves cuando se establecen los patrones
de dominio y sumisión”, abunda. Porque esos patrones son importantes en una
etapa en la que los menores están aprendiendo a resolver los conflictos.
Expertos como Sánchez y psicólogas como Olga Barroso,
de la Fundación Luz Casanova —que tiene un programa para adolescentes que han
sufrido violencia de género— remarcan que las nuevas tecnologías facilitan el
contacto entre los menores pero también se emplean como mecanismos de control.
“El WhatsApp, los mensajes, las redes sociales se usan para saber en todo
momento dónde está el otro y su actitud. Después, cuando la relación se rompe
también se emplean como instrumento de acoso”, destaca la presidenta de la
Comisión de Estudio de Malos Tratos, que insiste en que bien usadas, esas
herramientas pueden ser positivas.
Barroso explica que a esa edad los
menores tienen aún difusa la idea de lo que es control y lo que es interés o
preocupación. “La línea es fina y las situaciones muy sutiles. Por ejemplo, ¿es
normal si tu novio te pide que le llames desde el teléfono fijo de tu casa para
saber que has llegado bien y quedarse tranquilo? ¿O si te dice que le mandes un
localizador cada vez que sales para ver dónde estás o te pide que le enseñes el
móvil para ver con quien te escribes?”, dice.
Para ellos eso son “pruebas de amor”, dice la
educadora Nieves Salobral. Y, actualmente, el máximo de esos gestos es dar al
otro la contraseña de acceso al correo electrónico, las redes sociales. Ceder
la intimidad. Y eso es símbolo de amor. Porque, como explica Ana, una de las chicas
asistida por Barroso, aman a su pareja. “Quizá sepas que no está bien, que los
insultos o las agresiones no son lo correcto pero es tu novio, le justificas y
no quieres verle mal. Solo deseas ayudarle para que deje de ocurrir...”, dice.
Pero sigue ocurriendo.
Y muchas menores, como al principio hizo Cris, se niegan a cortar con la
relación, y la mantienen a pesar de la oposición de sus amigos o familias.
María B. cuenta con un hilo de voz que ha detectado que su hija, Gema, sigue en
contacto con el chico con el que salía hasta hace unos meses. La chica, de 16
años, recibe ayuda psicológica desde que su familia detectó que sufría malos
tratos por parte de su novio, el chico que hasta entonces les parecía modélico
y con el que estaba desde los 14. “Al principio, cuando empezaron a salir me pareció
hasta bien. El chico era muy educado, yo conocía a los padres...”, recuerda.
Sin embargo, cuenta que llevaba un tiempo algo escamada porque percibía que
Gema había dejado de salir con sus amigas, que discutía mucho con su novio.
“Casi siempre por celos de él, aunque luego siempre lo arreglaban”, explica.
Una noche, en plenas fiestas del pueblo, notó al llegar a casa que Gema tenía
sangre en la ropa. Estaba muy nerviosa. Parecía que había discutido con el
chico y que él se había ido. “Yo sabía que algo había pasado pero mi hija solo
me repetía que había que localizarle, que tenía miedo de que le hubiera pasado
algo”. Le llamó al móvil. Le preguntó y el adolescente reconoció que había
pegado a Gema.
El mundo de María se
derrumbó. No sabía qué hacer ni a quién recurrir. Habló con los padres del
chico y buscó ayuda para su hija. “No lo denuncié porque los dos son menores y
la familia de él se ha involucrado, pero llegué a plantearme si estaba
exagerando. Si no sería solo cosa de chiquillos... Pero no. Y me alegró de
haber actuado”, dice. A pesar de todo, admite entre sollozos que se siente
culpable por no haberlo sabido antes. Por haber acogido al chico en su casa.
Por no haber advertido más a su hija la primera vez que ella le mencionó el
asunto de los celos.
Gema está ahora
recibiendo el tratamiento que a Laura (nombre supuesto) le costó años
solicitar. Ayuda y apoyo sin los cuales, aunque la relación de violencia haya
acabado, la pauta puede repetirse con otras parejas. Laura sufrió malos tratos
por parte de su novio a los 15 años, pero hasta los 20 no fue consciente del
lastre que acarreaba. Una mochila de sumisión que, sin llegar a las agresiones,
la llevaba a escoger a chicos autoritarios y dominantes. También la situación
que vivía en casa, donde también sufría abusos, jugó un importante papel. “Eso
me empujó a los brazos de ese chico que yo veía como mi protector. Al principio
me sentía genial, después...”, cuenta. Después, siguiendo el patrón de la
mayoría de casos de violencia de género, llegaron los golpes.
En el caso de Laura fueron los padres de él
quienes abrieron los ojos. “Un día que había consumido droga me pegó delante de
ellos. Se montó una pelea tan tremenda que él llegó a pegar a sus padres”,
relata Laura. La chica les contó entonces lo que ocurría y ellos la animaron a
denunciar. No lo hizo por miedo a su propia familia. Sin embargo, los padres
del chico sí le denunciaron por agresión hacia ellos. Y eso destapó que el
joven tenía otras causas pendientes de robo con violencia. Fue condenado a dos
años de cárcel. Laura no le volvió a ver. Ahora se dedica a la formación de
profesionales sanitarios. Además, como Alicia, aún acude a los grupos de
terapia para jóvenes, a las que explica su historia. “A esa edad no te
identificas como víctima de maltrato”, dice Alicia. Y si lo haces, cree Ana,
cuesta dar el paso y contarlo: “No quieres que a él le pase nada y tampoco
quieres que tu familia sufra. Es complicado”.
Eso fue lo que le ocurrió a ella, hasta que él la
agredió en plena calle. Insiste en que tenía toda la información, la ayuda y la
confianza de sus padres. Alicia y Laura, sin embargo, creen que su historia sí
se hubiera evitado con prevención. Una opinión similar a la de los expertos,
que alertan de que falta educación afectiva y en igualdad en los colegios.
También más implicación social de las familias. En definitiva, conocimiento
para derribar los comportamientos y actitudes sexistas que se perpetúan en el
siglo XXI, para desechar la idea de que los celos son el no va más del amor.
Para aprender a identificar esos primeros signos que conducen a la espiral de
la violencia machista.
www.elpais.com
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