Cuando estuvieron en el poder en Afganistán,
prohibieron la escolarización y el trabajo de las mujeres y las confinaron a
sus casas como si fueran muebles. Derribado su régimen, se han dedicado a
quemar escuelas de niñas y a amedrentar a quienes han osado plantarles cara.
Han matado a sangre fría a maestras, funcionarias y policías. Esa crueldad no
les ha impedido ganar adeptos al otro lado de la frontera, en Pakistán, donde
sus hermanos ideológicos también han utilizado el asesinato y la intimidación
para imponerse en aquellas zonas en las que el Estado es más débil. Pero el
ataque de los talibanes contra Malala Yousafzai, la adolescente que defendía en
público el derecho de las niñas a ir a la escuela, ha indignado incluso a
muchos de los que miraban para otro lado.
“Que esto sea una lección”, declaró el portavoz de los
talibanes paquistaníes al responsabilizarse del atentado. Más tarde, cuando se
supo que Malala podía sobrevivir, dejaron claro que volverían a la carga. ¿A
qué se debe tanta inquina? ¿Qué hay detrás de la oposición talibán a la
educación de las mujeres? ¿Tan peligroso les parece que se formen?
Sardar
Roshan, exministro de Educación afgano y actual director de un centro de
formación profesional privado en Kabul, lo atribuye a “una combinación de
ignorancia y prejuicios muy arraigados”. En una conversación telefónica
manifiesta que “el analfabetismo y el atraso hacen que se vea la escolarización
de las niñas como fruto de la influencia occidental”. De ahí, asegura, que
aunque solo los más extremistas se opongan a la educación femenina, el resto
tema defenderla abiertamente o criticar a quienes la sabotean quemando
colegios.
Para Zeenia Shaukat, una experta en desarrollo y
activista de los derechos humanos paquistaní, hay algo más: una sociedad
patriarcal en la que “la mayoría de los padres considera las funciones
reproductivas y domésticas de las niñas más importantes que formarlas
intelectual y profesionalmente”. En ese contexto, “cualquier intento de
excluirlas del sistema educativo, por parte de los talibanes o de otros grupos
extremistas, encuentra menos resistencia”, explica en un e-mail.
“La oposición de los talibanes [a la educación de las
niñas] es parte de su identidad, de su ideología nihilista”, defiende Isobel
Coleman, investigadora principal en el Council of Foreign Relations y autora de
Paradise beneath her feet sobre cómo las mujeres están transformando
Oriente Próximo. “Si nos atenemos a lo que decían cuando estaban en el poder en
Afganistán, no se oponen a que las niñas vayan a la escuela, pero quieren que
lo hagan según sus normas, con sus profesoras, su programa, etcétera, algo que
nunca pusieron en práctica”, añade por teléfono antes de apuntar a la enorme
hipocresía de que “muchos altos dirigentes talibanes enviaban a sus hijas a la
escuela fuera de Afganistán”.
Para
Coleman, el ataque a Malala “es puro terrorismo, un intento de sembrar el miedo
entre la gente, de decirles que ni siquiera una niña de 15 años está fuera de
su alcance”
La joven estudiante, que había
recibido amenazas previas, sufrió de forma directa lo que significa vivir bajo
la férula talibán cuando en 2009 esa milicia se hizo con el control del valle
del Swat, en cuya capital, Mingora, vivía con su familia. Cerraron todas las
escuelas de niñas, incluida la suya, que dirigía su padre. Lo contó en un blog
y desde entonces no ha dejado de hacer campaña a favor del derecho a la
escolarización de las paquistaníes.
“Dispararon
a Malala porque la educación de las niñas amenaza todo lo que ellos defienden. El mayor riesgo para los extremistas
violentos en Pakistán no son los drones estadounidenses. Son las niñas
con formación”, ha escrito Nicholas D. Kristof en The New York Times.
No es solo una opinión. Hay datos que la sustentan.
Según el Banco Mundial, “educar a las
niñas es una de las mejores formas no solo de avanzar en la igualdad de género,
sino de promover el crecimiento económico y elevar el bienestar general”.
El conocimiento tiene un efecto multiplicador porque las mujeres tienden a
invertir en sus comunidades. Así, por cada año más de escolarización, aumenta
su salario un 10%, se reduce la mortalidad infantil al menos un 5% y también se
extiende la permanencia de sus hijos en la escuela.
Pero las más educadas también tienden a casarse más
tarde, tener menos hijos y a adquirir independencia económica. Eventualmente,
eso les lleva a querer tomar las riendas de sus vidas y entonces ponen contra
las cuerdas el sistema patriarcal que los talibanes defienden a capa y espada.
Los fanáticos, que según Shaukat “ven a las mujeres independientes como una
amenaza al dominio masculino de la sociedad”, justifican su intransigencia al
respecto en la sharía, o ley islámica, dando así argumentos a quienes en
Occidente consideran misógino el islam.
“Es una
interpretación misógina del islam, una interpretación muy conservadora y
literal que constriñe la función de la mujer en la sociedad”, opina Coleman
antes de precisar que “hay muchas interpretaciones y muchas prácticas, y ninguna
otra llega a tales extremos”.
“No tiene raíz religiosa, sino cultural”, apunta por
su parte Roshan, el exministro de Educación, quien no obstante defiende que la
sociedad afgana en general no se opone a la educación de las niñas y que el
rechazo es algo importado. “Antes de que nos sumiéramos en la guerra hace tres
décadas, las niñas iban a la escuela”, asegura, y pone como ejemplo la buena
acogida del centro de formación profesional que dirige y que tiene un alumnado
mixto. “Son ideas de fuera de nuestras fronteras, inspiradas en círculos muy
conservadores de Oriente Medio que las introdujeron en la época de los
muyahidín”, explica en referencia a quienes combatieron contra la ocupación
soviética y evitando mencionar a Arabia Saudí, que los financió.
El dinero saudí ha contribuido sin duda a extender la
interpretación puritana y patriarcal del islam beduino predominante en ese
país. No obstante, como apunta Coleman, “incluso, donde las mujeres tienen
menos derechos legales que en Afganistán y Pakistán, hace décadas que han
accedido a la educación y en la actualidad constituyen una mayoría
significativa en las universidades”.
“La religión es solo una excusa. Ni el islam ni
ninguna otra imponen límites a la educación de las niñas. Muchas comunidades
manipulan la religión en ese sentido”, afirma Shaukat. Esta activista recuerda
que “hay muchas zonas del mundo en las que se limita la escolarización de las
niñas debido a la pobreza, los matrimonios tempranos o porque, de tener que
elegir, los padres prefieren educar a los hijos”.
“No conozco
ningún otro caso, aparte de Afganistán y Pakistán, en el que se niegue el
derecho a la educación de las niñas”, refuta Coleman que visitó esos países para escribir Paradise
beneath her feet. “En otras partes del mundo no es una prioridad, pero
salvo algún grupo extremista como los Al Shabab en Somalia y últimamente en
Malí, no se trata de un rechazo institucionalizado”, explica.
Lieke van de Wiel, consejero de
educación de Unicef para Asia del Sur, confirma en un e-mail que “tanto en
Afganistán como en Pakistán, la predisposición de los padres a enviar a sus
hijas a la escuela es menor que otros países, donde también se dan casos de
rechazo en algunas zonas, pero menos”. Este experto también señala que los
ataques a escuelas femeninas o a niñas que van a clase son más frecuentes en
ambos, aunque carece de datos de centros dañados o escolares afectadas.
En los últimos años se ha reducido la diferencia en la
educación de niñas y niños en todo el mundo, y dos tercios de los países han
alcanzado la paridad en la primaria. Afganistán y Pakistán no están entre
ellos. En el primero, apenas hay 64 niñas escolarizadas por cada 100 niños, y
solo un 18% de ellas completa la primaria (frente al 54% de los varones). Con
todo, se trata de un gran avance ya que 10 años atrás, durante el régimen
talibán, no había escuelas femeninas. Más sangrante es el caso de Pakistán que,
sin el lastre de las tres décadas de guerra de su vecino, tiene una ratio de
escolarización de 79,64 chicas cada 100 chicos y una diferencia significativa
entre quienes acaban la primaria en ambos sexos (el 60% frente al 78%). India
tiene una ratio de 92,18, Irán de 96,38 y Arabia Saudí de 97,15.
No obstante, Shaukat se muestra convencida de que el
rechazo a la escolarización de las niñas se ha reducido. “Ahora, si la gente
tiene la oportunidad, prefiere educar a sus hijas”, afirma. Para ella, la
situación actual es “un fracaso del Estado que no ha sido capaz de hacer la
educación accesible para todos, a pesar de que una reciente enmienda
constitucional la consagra como un derecho fundamental de los ciudadanos”.
Con 190 millones de habitantes, Pakistán aún tiene
fuera de las aulas a ocho de sus 20 millones de niños en edad escolar, y el
porcentaje de chicas es mayor que el de chicos. A Shaukat le preocupa además
“la calidad de la educación”. En su opinión, “el currículo que se enseña en
numerosas escuelas aún fomenta una ideología estrecha de miras que se centra en
la supremacía de una religión y una nacionalidad sobre la otra, con poco
espacio para el pensamiento crítico”.
Shaukat no lo menciona con su
nombre, pero se está refiriendo al islamismo radical con el que han coqueteado
los sucesivos Gobiernos militares y civiles, que es el caldo de cultivo de los
talibanes y que refuerza el machismo de la sociedad paquistaní. A pesar de
haber sido el primer país islámico en elegir a una mujer para dirigir el
Gobierno (Benazir Bhutto, en 1993), Pakistán quedó en una vergonzosa tercera
posición en la lista de países con mayor brecha de género elaborado el año
pasado por el World Economic Forum.
“Pakistán,
como nación, no ha hecho suficiente por la educación de sus mujeres”, concurre Coleman. En su libro
cuenta que el Gobierno apenas dedica un 1% de su presupuesto a la educación
frente al 30% destinado a defensa. El mismo desequilibrio se repite en la ayuda
que recibe de EE UU, su principal aunque incómodo aliado. Según datos recogidos
por la prensa de ese país, Washington le da un dólar para educación por cada 10
para asistencia militar, y eso después de que recientemente triplicara la
aportación civil hasta 170 millones anuales.
La esperanza de los observadores es que el atentado
contra Malala sirva de punto de inflexión para que tanto los ciudadanos como
las autoridades de Pakistán reflexionen sobre la grave situación en la que se
encuentra el país y cambien sus prioridades. “Debería ayudar a que la gente
diera la espalda a los talibanes y a su ideología; se presentan como defensores
de los valores auténticos y sobre todo como adalides frente a EE UU y
Occidente, pero eso no puede justificar su brutalidad”, concluye Coleman, para
quien el rechazo popular es la única solución, ya que combatirlos con las armas
solo les da más alas.
Ángeles Espinosa El País
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